Con la imposición de la ceniza da
comienzo el tiempo litúrgico de Cuaresma; período de 40 días que inicia en esta
fecha y termina el Domingo de Ramos. La imposición de la ceniza es un
sacramental, este es un término que el Catecismo de la Iglesia Católica, en el
número 1677, define así: “Se llaman sacramentales los signos sagrados
instituidos por la iglesia cuyo fin es preparar a los hombres para recibir los
sacramentos y santificar las diversas circunstancias de la vida”; que a la vez
nos prepara y conduce a la práctica del sacramento de la penitencia,
reconciliación o confesión, con el propósito de que a los fieles convertidos
nos sea posible participar en la celebración del misterio pascual con espíritu
de arrepentimiento.
En la Sagrada Escritura la ceniza es símbolo
de lo perecedero, por lo que se convirtió en signo de la caducidad del ser
humano cuando él mismo se la aplica en la cabeza o suele revolcarse en ella,
como testimonio de dolor, penitencia y humillación (Is 61,3). A través del
tiempo, la ceniza pasa a integrarse en el culto cristiano. Hacia los siglos IV
–V, los pecadores arrepentidos se les llama penitentes, quienes se aplican
ceniza sobre su cabeza en señal de conversión y abandono en la misericordia de
Dios. En la época actual este miércoles se traza una cruz de ceniza, ya
bendecida, en la cabeza o en la frente de los fieles, lo cual les recuerda su
origen, a la vez que el sacerdote o un laico autorizado recita las palabras:
“Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19) o bien: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio” (Mc
1, 15).
La imposición de la ceniza es prescrita por el
pontífice Urbano II (1088 -1099) en el Concilio de Benevento en 1091. El valor
de este sacramental no consiste en sólo asistir a la recepción de la misma
–como algunos católicos creen-, su importancia radica en la contrición, es
decir, en el arrepentimiento sincero y en la conversión de cada persona al
haber transgredido la Voluntad Divina,
así como que tal arrepentimiento nos conduzca a los sacramentos de la
reconciliación y la Eucaristía para ser renovados por la acción del Espíritu
Santo y ser dignos de la Misericordia divina.
Las cenizas son un sacramental.
Estos no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos,
pero por la oración de la Iglesia los sacramentales «preparan a recibirla y disponen a cooperar con ella» (C.I.C. 1670
ss.).
LOS SACRAMENTOS Y
LOS SACRAMENTALES
Los sacramentos y los
sacramentales no son lo mismo. Los primeros, que son siete (Bautismo,
Confirmación, Confesión, Eucaristía, Unción de los Enfermos, Matrimonio y
Orden), fueron instituidos por Jesucristo e infaliblemente confieren la gracia
(la participación en la vida divina). Los sacramentales, en cambio, que fueron
instituidos o bien por la Iglesia (velas benditas, campanas benditas, etc.) o
bien por Jesucristo (agua bendita, imposición de manos, exorcismos, etc.), son
numerosísimos y no tienen en sí la capacidad de conferir la gracia divina, pero
sí favorecen su recepción y pueden ser una ayuda para conservarla.
PARA QUE
SEAN EFICACES REQUIEREN
DISPOSICIÓN
Los sacramentos confieren la
gracia de forma ex opere operato, o sea que son siempre eficaces por el hecho
de ser actos del mismo Jesucristo. No obtienen su eficacia o valor ni gracias
al fervor ni a los merecimientos del ministro o del sujeto que recibe el
sacramento; por eso alguien que es bautizado recibe verdaderamente el perdón de
todas sus culpas, se convierte en hijo de Dios y se vuelve miembro de la
Iglesia, sin importar si es un bebé que no entiende o un adulto perfectamente
consciente de lo que hace; y cuando un sacerdote consagra el pan y el vino en
la Misa, dude o no dude, crea o no crea, igual se convierten en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Los sacramentos producen, pues, santidad de modo inmediato y
directo.
En cambio, los sacramentales
actúan ex opere operantis Ecclesiae, es decir, que reciben su eficacia de la
misión mediadora que posee la Iglesia, por la fuerza de intercesión o de
mediación que tiene ella ante Cristo, que es su Cabeza. Pero requieren, además,
de disposición por parte de quien los recibe; por ejemplo, si alguien necesita
un exorcismo pero no está dispuesto a renunciar a los amuletos y a otras prácticas
pecaminosas, sencillamente no le servirá esta bendición liberadora aunque se la
imparta todo un ejército de exorcistas.
SIGNOS
Ambos, sacramentos y
sacramentales, tienen como finalidad la santidad, y ambos utilizan signos ya
que están dirigidos al hombre, y éste no sólo es alma y espíritu sino también
carne. Por eso Jesús en su vida terrena usó constantemente signos sensibles:
curó usando saliva, empleó pan y vino para convertirlos en su Cuerpo y su
Sangre, imponía las manos sobre la gente, sopló para comunicar el Espíritu
Santo.
Como dice el Catecismo de la
Iglesia Católica, con los sacramentales «se santifican las diversas
circunstancias de la vida» porque, de hecho, «han sido instituidos por la Iglesia en orden a la santificación de
ciertos ministerios eclesiales, de ciertos estados de vida, de circunstancias muy variadas de la vida cristiana, así como del
uso de cosas útiles al hombre» (nº 1667-1668).
LOS LAICOS
Por último, «los sacramentales proceden del sacerdocio bautismal» (CIC, n.
1669), es decir, del sacerdocio real (I Pe 2, 9-10) que recibe todo bautizado y
que lo llama a bendecir (Lc 6,28; Rm 12,14; 1 Pe 3,9). Por eso no sólo los
sacerdotes ministeriales (obispos, presbíteros y diáconos) sino en ciertos
casos también los laicos pueden presidir ciertas bendiciones. Ésa es la razón
por la cual es tan válido que la ceniza bendita la imponga un seglar a los
penitentes como que lo haga el párroco o el propio Papa; y por ello mismo los
fieles pueden signarse a sí mismos con agua bendita, o bendecir a sus hijos con
la señal de la cruz.
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