Hay otra particularidad en el
relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar en esta hora. La
Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi
observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular,
encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los
sentidos. «Tomó pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos
con las que Él ha curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a
los niños; en las manos que ha impuesto sobre los hombres; en las manos
clavadas en la Cruz y que llevarán siempre los estigmas como signos de su amor
dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo de hacer lo que Él ha hecho: tomar
en las manos el pan para que sea convertido mediante la plegaria eucarística.
En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas, para que fuesen
manos de bendición. Pidamos al Señor ahora que nuestras manos sirvan cada vez
más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su
bondad.
De la introducción a la Oración
sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 1), el Canon usa luego las palabras: “elevando
los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso”. El Señor nos
enseña a levantar los ojos y sobre todo el corazón. A levantar la mirada,
apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia Dios en la oración y
así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas pedimos al
Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros entren
las “vanitates”, las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia.
Pidamos que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y
ensuciando así nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos
que vean todo lo que es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de
ver la presencia de Dios en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con
ojos de amor, con los ojos de Jesús, reconociendo así a los hermanos y las
hermanas que nos necesitan, que están esperando nuestra palabra y nuestra
acción.
Después del pan, Jesús toma el
cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor da a los
discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al
Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En
él se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa
rebosa» (v. 5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del
Salmo como una profecía que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos
prepara la mesa en medio de las amenazas de este mundo, y nos da el cáliz
glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta verdadera que todos
anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa la boda:
ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma
misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y
esta boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte.
MEDITACIONES DE BENEDICTO XVI, SOBRE LA RIQUEZA ESPIRITUAL DEL CANON ROMANO
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