(pulsa en la imagen)
"Dios es amor, y quien permanece
en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la
Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe
cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del
hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por
así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». (...)
Amor a Dios y amor al prójimo
Por el contrario, si en mi vida
omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir
con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente
una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al
prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el
servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me
ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han
adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a
su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido
realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y
amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven
del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya
de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una
experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza
ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El
amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este
proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras
divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo
para todos » (cf. 1 Co 15, 28) (…)
La caridad como tarea de la
Iglesia
El amor al prójimo enraizado en
el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para
toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad
local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su
totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el
amor. En consecuencia, el amor necesita también una organización, como
presupuesto para un servicio comunitario ordenado. La Iglesia ha sido
consciente de que esta tarea ha tenido una importancia constitutiva para ella
desde sus comienzos: « Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en
común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la
necesidad de cada uno » (Hch 2, 44-45). Lucas nos relata esto relacionándolo
con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos
constitutivos enumera la adhesión a la « enseñanza de los Apóstoles », a la «
comunión » (koinonia), a la « fracción del pan » y a la « oración » (cf. Hch 2,
42). La « comunión » (koinonia), mencionada inicialmente sin especificar, se
concreta después en los versículos antes citados: consiste precisamente en que
los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia
entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37). A decir verdad, a medida que
la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de
comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de
los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien
los bienes necesarios para una vida decorosa (…)
La naturaleza íntima de la
Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios
(kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la
caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse
una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de
asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su
naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia.
Extractos de la CARTA ENCÍCLICA “DEUS CARITAS EST”. BENEDICTO XVI
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