En nuestra celebración litúrgica
hay gestos que quieren expresar la actitud interior de humildad. Nuestra
postura ante Dios, sin perder el tono de alegría y confianza filial que tenemos
como cristianos, no puede ser otra que la de adoración y humildad. Y en algunos
momentos lo expresamos así claramente.
Los golpes de pecho.
Uno de los gestos penitenciales
más clásicos es el de darse golpes de pecho.
Así describe Jesús al publicano en Lucas 18,9-14. El fariseo oraba de
pie: "No soy como los demás…". En cambio el publicano no se atrevía
ni a alzar los ojos al cielo; sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios,
ten compasión de mí, que soy un pecador". Y esa es también la actitud de
la muchedumbre ante el gran acontecimiento de la muerte de Cristo: "Y
todos los que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se
volvieron golpeándose el pecho..." (Lucas 23,48).
Es uno de los gestos más
populares, al menos en cuanto a expresividad. Todos recordamos la imagen de San
Jerónimo golpeándose el pecho con una piedra. En el Pórtico de la Gloria, de
Santiago de Compostela, el arquitecto-escultor, Maestro Mateo, artífice de la
maravillosa obra, se representó a sí mismo al pie de la columna central, al
fondo de la iglesia, de rodillas y dándose golpes de pecho.
Cuando para el acto penitencial,
al inicio de nuestra Eucaristía, elegimos la fórmula del "Yo
confieso", utilizamos también nosotros el mismo gesto cuando pronunciamos
las palabras "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa".
El significado de este movimiento
no necesita grandes explicaciones. Golpearse el pecho es reconocer la propia
culpa, es apuntar a sí mismo, al mundo interior, que es donde sucede el mal. Y
sacudiendo el propio pecho manifestamos que queremos cambiar y convertirnos.
Es un recordatorio pedagógico de
nuestra situación de pecadores y, a la vez, la expresión del dolor que sentimos
y del compromiso de nuestra lucha contra el mal. Y por tanto, tiene un lugar
privilegiado en el Sacramento de la Reconciliación.
Las inclinaciones.
Inclinar la cabeza o medio cuerpo
es un gesto muy común para indicar respeto y reconocimiento de la superioridad
de otro. Se usa en la liturgia y en la vida social. En nuestras celebraciones
lo hacemos en diversos momentos. Inclinamos la cabeza, a modo de reverencia,
ante una imagen sagrada, o ante el obispo, o al nombrar a las tres Personas de
la Trinidad (por ejemplo en el "Gloria al Padre"). Hace inclinación
profunda—desde la cintura—el sacerdote que se acerca al altar al principio y al
final de la celebración; el diácono que va a proclamar el evangelio, mientras
dice en secreto la oración preparatoria; el sacerdote en la oración que recita,
también en secreto, antes del lavabo; los concelebrantes, después de la
elevación del Pan y del Vino, mientras el presidente hace la genuflexión, etc.
Una inclinación así, sencilla o profunda, es un gesto claramente expresivo del
humilde respeto que sentimos en el momento en que pronunciamos una oración de
humildad ante Dios.
La genuflexión.
Esta misma actitud de respeto,
pero subrayando más todavía el aspecto de humildad y adoración, es lo que
quiere expresar la genuflexión.Es un gesto heredado de la cultura romana, como
signo de respeto ante las personas constituidas en autoridad. Y desde el siglo
XII se ha convertido en el más popular símbolo de nuestra adoración al Señor
presente en la Eucaristía. Es una muestra de la fe y del reconocimiento de la
Presencia Real. Es todo un discurso corporal ante el sagrario: Cristo es el
Señor y ha querido hacerse presente en este sacramento admirable y por eso
doblamos la rodilla ante Él.
Actualmente el sacerdote que
preside la Eucaristía hace tres genuflexiones: después de la consagración del
Pan, después de la del Vino, y antes de comulgar.
El gesto se ha convertido en uno
de los más clásicos para expresar la adoración y el reconocimiento de la grandeza
de Cristo, o también la actitud de humildad y penitencia.
Orar de rodillas.
Orar de rodillas es un gesto
todavía más elocuente que la genuflexión o la inclinación de cabeza que puede
tener varias connotaciones. A veces es un gesto de penitencia, de
reconocimiento del propio pecado; otras, de adoración, sumisión y dependencia;
o bien, sencillamente, de oración concentrada e intensa.
Es la postura que encontramos
tantas veces en la Biblia, cuando una persona o un grupo quieren hacer oración
o expresan su súplica: "Pedro se puso de rodillas y oró", antes de
resucitar a la mujer en Joppe (Hechos 9,40); “Pablo se puso de rodillas y oró
con todos ellos", al despedirse de sus discípulos en Mileto (Hechos
20,26). Como también fue la actitud de Cristo cuando, en su agonía del Huerto,
"se apartó y puesto de rodillas oraba: Padre si quieres..." (Lucas
22,41).
En los primeros siglos no parece
que fuera usual entre los cristianos el orar de rodillas. Más aún, el Concilio
de Nicea lo prohibió explícitamente para los domingos y para todo el Tiempo
Pascual. Más bien se reservó para los días penitenciales. Una costumbre que
llegó hasta nuestros días en las Témporas, cuando se nos invitaba a ponernos de
rodillas para la oración: "flectamus genua"...
Más tarde, a partir de los siglos
XIII-XIV, la postura de rodillas se convirtió en la más usual para la oración,
también dentro de la Eucaristía, subrayando el carácter de adoración.
Actualmente durante la Misa sólo
se indica este gesto durante el momento de la Consagración, aunque normalmente
se hace ya desde la invocación del Espíritu o Epíclesis, expresando así la
actitud de veneración en este momento central del misterio eucarístico. Se ha
reducido, por tanto, esta postura en relación a lo que todos hemos conocido,
cuando prácticamente estábamos de rodillas durante toda la Plegaria Eucarística
así como durante la comunión o al recibir la bendición
Sigue siendo, con todo, la
actitud más indicada para la oración personal, sobre todo cuando se hace
delante del Santísimo. También es el modo más coherente para expresar; en la
celebración penitencial, la actitud interior de conversión y dolor. Por
ejemplo, en las celebraciones comunitarias de la Reconciliación, se recomienda
en el Ritual que el "yo confieso" o la fórmula que se elija para
expresar el arrepentimiento personal, se diga de rodillas o con una inclinación
profunda (OP 27.35.79), manifestando así quiénes quieren recibir la absolución
del sacerdote. En la celebración individual, aunque la acusación se haya hecho
sentados, para el acto de la absolución se indica que el ministro se ponga en
pie, mientras que el penitente expresa su actitud penitencial de rodillas (OP
63). Así el "ponerse en pie" y
el caminar es todo un símbolo para un cristiano que se siente gozosamente
reconciliado con Dios y con la Iglesia.
Tampoco hace falta mucho esfuerzo
para captar todo el sentido de esta
postura. El que ora de rodillas reconoce la grandeza de Dios y su propia
debilidad. Se hace pequeño ante el Todo Santo: ¿no es ésta la actitud
fundamental de la fe cristiana? Ciertamente el que se arrodilla ante Dios, con
humildad, no se siente avergonzado ni humillado, ni tiene conciencia de
esclavo. Es un hijo, es libre, por la misericordia de Dios: pero nunca olvida su condición débil y
su dependencia total de Dios. "No deberíamos perder la experiencia que
supone ponernos de rodillas delante de Dios: mostrar visiblemente nuestra
humildad, nuestro anonadamiento y adoración ante su Misterio. Orar en nuestra
habitación o ante el sagrario de rodillas nos ayuda pedagógicamente a nosotros
mismos a situarnos en la actitud humilde y confiada que nos corresponde delante
de Dios" ("Claves para la oración", Dossier CPL n. 12, p. 85).
Alguien ha dicho que nunca es más
grande el hombre que cuando está arrodillado. Y es útil que también nuestro
cuerpo, con su actitud, exprese las actitudes interiores de humildad,
penitencia o adoración.
Postración.
Postrarse en tierra es el signo
de reverencia, humildad o penitencia en su máxima expresión. Es la imagen
gráfica del respeto y de la humildad: como Abraham que "cayó rostro en
tierra y Dios le habló" (Génesis 17,3), como los hermanos de José que
"se le inclinaron rostro en tierra" para mostrarle su respeto y
pedirle perdón (Génesis 42,ó; 43,26.28; 44,14); como Moisés "que cayó en
tierra de rodillas y se postró" ante el Dios de la Alianza (Éxodo 34,8);
como hacían los enfermos que pedían a Cristo su curación (Mateo 8,2; 9,18) o
los que le querían mostrar sus sentimientos de adoración (Mateo 14,33; 28,9).
En nuestra celebración litúrgica
hay dos momentos en que todavía se indica esta postura de la postración total.
El Viernes Santo, el sacerdote presidente "puede" dar inicio a la
celebración con unos momentos de oración de rodillas; pero sigue siendo mucho
más expresiva la postración total en el suelo. Es un retrato vivo de un hombre
que se concentra en la oración, con humildad y con intensa fe ante el Misterio
que va a celebrar. En las ordenaciones, durante las letanías de los Santos que
reza toda la comunidad, los candidatos al sacramento se postran también en
tierra, mostrando su total disponibilidad y preparándose para recibir la gracia
del Espíritu.
Normalmente nuestra adoración
ante Dios o la actitud de oración la expresamos de otras maneras más suaves,
sin llegar a la postración: un canto de alabanza, una genuflexión, una
inclinación. Pero no tendríamos que dejar desaparecer este signo tan elocuente
de nuestra actitud de anonadamiento ante Dios.
El gesto y la actitud interior.
Donde tenemos que arrodillarnos,
en señal de humildad, de adoración o de arrepentimiento, es en nuestro
interior. Ahí es donde tenemos que reconocer ante Dios nuestra debilidad y
nuestro pecado. El orgulloso no inclina la cabeza, no se arrodilla: está en
pie, tieso, autosuficiente. Es nuestro ser íntimo el que debe mostrar el
respeto a Dios, y hacerse pequeño ante El, reconociéndole superior. Pero el
lenguaje de nuestro cuerpo nos ayuda a expresar esa fe interior. El gesto
exterior es la realización global—alma y cuerpo—de nuestros sentimientos: los
expresa y los alimenta continuamente. Orar de rodillas, hacer la genuflexión
ante Cristo, postrarnos ante El, darnos golpes de pecho, inclinar nuestra
cabeza: todo eso nos recuerda continuamente nuestra condición, da fuerza a las
palabras, ayuda a nuestra fe. Las actitudes del cuerpo no son lo más
importante: pero, en sintonía con la postura interior, tampoco son indiferentes
a la hora de expresar nuestra relación con Dios, el Todo-Otro, el Santo, el que
nos invita a participar en su Misterio.
No deberíamos descuidar este
lenguaje corporal, ni estilizarlo hasta tal punto que ya no exprese nada. En
los momentos en que, por ejemplo, se nos invita a hacer una genuflexión o una
inclinación profunda, o bien cuando en otras celebraciones queremos manifestar
nuestras actitudes penitenciales o de oración recogida e intensa, no tendríamos
que tener miedo a hacer con claridad estos gestos. Es todo nuestro ser, y no
sólo nuestra mente o nuestro corazón, el que entra en esa relación misteriosa
de fe con el Misterio de Cristo que celebramos en nuestra liturgia.
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