HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
(...)La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos.
Efectivamente, no podemos ser al mismo
tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y
experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál
impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del
Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la
carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia,
celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo
verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a
perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas
de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina
que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es:
amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para
describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano,
mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de
«fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y
de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a
vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de
Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de
san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles
que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y
ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del
acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su
nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor!». Amén.
Oraciones al Espíritu
Santo
El hombre prudente, sabe que necesita luz en su inteligencia
y fuerza en su voluntad para pensar y hacer lo que Dios quiere. Esa luz y esa
fuerza solamente vienen de lo alto; es el Espíritu Santo quien provee al
cristiano de todo lo que necesita para su caminar en la vida. Por eso, todos
los días nos conviene invocarlo. Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el
cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido, luz que penetras
las almas, fuente de mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo;
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego; gozo que enjuga las
lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, Divina Luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre si tu le faltas por dentro, mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las
manchas, infunde calor de vida en el hielo. Doma el espíritu indómito, guía al
que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu
bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y
danos tu gozo eterno. AMÉN.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía Señor, tu Espíritu y todo será creado y se renovará la faz de la tierra.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía Señor, tu Espíritu y todo será creado y se renovará la faz de la tierra.
¡Oh, Dios, que has instruido los corazones de tus fieles con
la luz de tu Espíritu Santo!, concédenos que sintamos rectamente con el mismo
Espíritu y gocemos siempre de su divino consuelo.
Por Jesucristo, Nuestro Señor. AMÉN.
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