C R I S T O, R E Y D E L U N I
V E R S O
La fiesta de Cristo
Rey fue instituida en 1925 por el papa Pío XI, que la fijó en el domingo
anterior a la solemnidad de todos los santos. La Iglesia, ciertamente, no había
esperado dicha fecha para celebrar el soberano señorío de Cristo: Epifanía,
Pascua, Ascensión, son también fiestas de Cristo Rey. Si Pío XI estableció esa
fiesta, fue como él mismo dijo explícitamente en la encíclica Quas primas, con
una finalidad de pedagogía espiritual. Ante los avances del ateísmo y de la
secularización de la sociedad quería afirmar la soberana autoridad de Cristo
sobre los hombres y las instituciones.
En 1970 se quiso destacar más el
carácter cósmico y escatológico del reinado de Cristo. La fiesta se convirtió
en la de Cristo "Rey del Universo" y se fijó en el último domingo per
annum. Con ella apunta ya el tiempo de adviento en la perspectiva de la venida
gloriosa del Señor. La transformación de la segunda parte de la colecta revela
claramente el cambio introducido en el tema de la fiesta. La oración de 1925
pedía a Dios "que todos los pueblos disgregados por la herida del pecado,
se sometan al suavísimo imperio" del reino de Cristo. El texto modificado
pide a Dios "que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado,
sirva a tu majestad y te glorifique sin fin".
Cristo, piedra angular.
El
año litúrgico llega a su fin. Desde que lo comenzamos, hemos ido recorriendo el
círculo que describe la celebración de los diversos misterios que componen el
único misterio de Cristo: desde el anuncio de su venida (Adviento), hasta su
muerte y resurrección (Ciclo Pascual), pasando por su nacimiento (Navidad),
presentación al mundo (Epifanía) y la cadencia semanal del domingo.
Con
cada uno de ellos, hemos ido construyendo un arco, al que hoy ponemos la piedra
angular. Este es el sentido profundo de la solemnidad de Cristo – Rey del
Universo, es decir, de Cristo – Glorioso que es el centro de la creación, de la
historia y del mundo. “Todos perciben en sus almas una alegría inmensa, al
considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne,
como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y
que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio,
sus manos llagadas”. (San Josemaría Escrivá de Balaguer)
Pío XI, al establecer esta
fiesta, quiso centrar la atención de todos en la imagen de Cristo, Rey divino,
tal como la representaba la primitiva Iglesia, sentado a la derecha del Padre en
el ábside de las basílicas cristianas, aparece rodeado de gloria y majestad. La
cruz nos indica que de ella arranca la grandeza imponente de Jesucristo, Rey de
vivos y de muertos. (P. Morales, I. L.) La Iglesia anuncia hoy alborozada que
“el Cordero degollado”, al entregar su vida “en el altar de la Cruz”,
reconquistó con su sangre preciosa toda la creación y se la entregó a su Padre,
aunque sólo al final de los tiempos esa “entrega” será plena y definitiva. Al
anunciar y celebrar hoy el triunfo de Cristo, nos llenamos de alegría y
esperanza, sabiendo que Él nos llevará a su reino eterno, si ahora damos de
comer al hambriento, y de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los
enfermos y enterrar a los muertos (Evangelio.)
“Yo soy Rey”
Esta
fue la respuesta rotunda de Jesús a Pilatos. Aunque la respuesta completa fue
ésta: “Pero mi reino no es de aquí”.
Pero
si el reino de Jesucristo no es de este mundo, se inicia y realiza
germinalmente ya en este mundo. Es verdad que sólo al final de los tiempos y
tras el juicio final alcanzará su plenitud definitiva, pues sólo entonces
triunfará definitivamente del demonio, el pecado, el dolor y la muerte.
Pero
ya ahora, “el reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de
salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario,
inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la bienaventuranza, a
la que todos estamos llamados” (San JUAN PABLO II.) Los santos –únicos que se
han tomado en serio su reinado- han sido grandes sembradores de comprensión,
justicia, amor y la paz siempre y en todas partes. ¡Pobre tierra esta nuestra
sin su acción y la de los demás seguidores de Jesús!. A pesar de sus
debilidades y pecados.
“Jesucristo
es Rey que hace reyes a sus seguidores coronándolos en el cielo.” (San
Buenaventura)
Oposición al Señor.
¿Por
qué, entonces, tantos se oponen al reino de Jesucristo? Porque es evidente que
son muchos los políticos, escritores, artistas, creadores de opinión,
detentadores del dinero y del poder, gente de a pie, que gritan –con el más
cruel y eficaz de los lenguajes: el de las obras- “¡No queremos que Él reine
sobre nosotros!”. Ese es el grito que se esconde tras tantos diseños de la
familia, de la educación, de la moda, de la cultura, de la sociedad actual (cf.
San JOSEMARIA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 179). Cierto que es un grito que
no pocas veces es un eco del “no saben lo que hacen”. Pero no por eso menos
real y doloroso.
Nosotros
hemos de empeñarnos en lo contrario. Dejarle reinar en nuestra inteligencia, en
nuestra voluntad, corazón, cuerpo, familia. Y hacer que reine en nuestros
familiares, amigos, compañeros de trabajo y gente que se cruce en nuestro
caminar. (José Antonio Abad, Comentarios Litúrgicos, Rev. Palabra)
Cristo
Viene
de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”.
No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque Él cumple perfectamente la
misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en
el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían
recibido de Él. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple
función de sacerdote, profeta y rey. (C.I.C 436)
Como
Hijo de Dios, le correspondía por naturaleza un absoluto dominio sobre todas
las cosas salidas de sus manos creadoras. “Todas han sido creadas por y en Él.
En el cielo y en la tierra, todas las cosas subsisten por Él, las visibles y
las invisibles”. Pero además es Rey nuestro por derecho de conquista. Él nos
rescató del pecado, de la muerte eterna.
Cristo reina ya mediante la
Iglesia
“Cristo
murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm
14,9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su
humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor:
posee todo poder en los cielos, y en la tierra. Él está “por encima de todo
principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies
sometió todas las cosas”. (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf Ef
4, 10; 1 Co 15, 24.27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad
e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1,10), su
cumplimiento trascendente. (C.I.C 668) Como Señor, Cristo es también la cabeza
de la Iglesia que es su Cuerpo (cf Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo
cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es
la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce
sobre la Iglesia (cf Ef 4, 11-13). C.I.C 669 Cristo es Señor de la vida eterna.
El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los
hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por
la Cruz. Profundicemos llenos de agradecimiento, como aquellos colosenses a
quienes Pablo dirige su carta, en el misterio de amor que es para nosotros
Cristo Rey redimiéndonos: “Demos gracias a Dios Padre, que nos libró del poder
de las tinieblas y nos hizo dignos de la herencia de los santos en la luz,
introduciéndonos en el Reino del Hijo de su amor, en el cual tenemos redención
por su sangre, perdón de los pecados”. (Col. 1. 12)
Él se ofreció en la cruz, como
hostia inmaculada pacífica para que todos los hombres se sujetasen a su
dominio. Y así poder entregar al Padre ese Reino eterno y universal formado con
las almas que con Él y en Él se salvan siempre. Reino de verdad y de vida,
Reino de Santidad y gracia, Reino de justicia, amor y paz. “El Señor me ha
empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviré. Que El
nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad, a su divina llamada –con
naturalidad, sin aparato, sin ruido-, en medio de la calle. Démosle gracias
desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y
la lengua y el paladar se nos llenaran de leche y de miel, nos sabrá a panal
tratar del reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que El
nos ganó”. (San Josemaría Escrivá de Balaguer)
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