jueves, 3 de octubre de 2013

¡Contempladlo y quedaréis radiantes!

"Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un tesoro que conservamos en un rincón de nuestra vida, sino que tiene que crecer, hay que alimentar todos los días con la escucha de la Palabra de Dios, la oración, con la participación en los sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía y la caridad.    ¡Podemos vivir como hijos! ¡Podemos vivir como hijos! Y esta es nuestra dignidad. ¡Comportarnos como verdaderos hijos!

Esto quiere decir que cada día debemos permitir que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él; significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, incluso si vemos nuestras limitaciones y nuestras debilidades. La tentación de dejar a Dios apartado para ponernos nosotros mismos en el centro siempre está a las puertas y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestro ser hijos de Dios. Por eso debemos tener la valentía de la fe, no dejamos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no sirve, no es importante para ti, o cosas por el estilo". Es todo lo contrario: sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por las caídas, por nuestros pecados, sintiéndonos Amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!"
Papa Francisco

Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo. La razón y los sentidos nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación divina; las palabras de Jesús son claras: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre» y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, los católicos creemos, que «el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado» están real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la omnipotencia de Dios.

El Cristo Eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y el de la eternidad. No hay dos Cristos sino uno solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de la montaña, al Cristo de la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob con la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos y sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: ¡una sola Iglesia, un solo Cristo! Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros.

En cada ciudad, en cada pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento del Altar.

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