"Sin embargo, esta relación filial
con Dios no es como un tesoro que conservamos en un rincón de nuestra vida,
sino que tiene que crecer, hay que alimentar todos los días con la escucha de
la Palabra de Dios, la oración, con la participación en los sacramentos, sobre
todo la Penitencia y la Eucaristía y la caridad. ¡Podemos vivir como hijos! ¡Podemos vivir
como hijos! Y esta es nuestra
dignidad. ¡Comportarnos como verdaderos
hijos!
Esto quiere decir que cada día
debemos permitir que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él;
significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, incluso si vemos
nuestras limitaciones y nuestras debilidades. La tentación de dejar a Dios
apartado para ponernos nosotros mismos en el centro siempre está a las puertas
y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestro ser hijos de
Dios. Por eso debemos tener la
valentía de la fe, no dejamos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios
no sirve, no es importante para ti, o cosas por el estilo". Es todo lo contrario: sólo comportándonos
como hijos de Dios, sin desanimarnos por las caídas, por nuestros pecados,
sintiéndonos Amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la serenidad y
la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!"
Papa Francisco
Sin la Eucaristía, la Iglesia de
la tierra estaría sin Cristo. La razón y los sentidos nada ven en la
Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de
la revelación divina; las palabras de Jesús son claras: «Este es mi Cuerpo,
esta es mi Sangre» y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros
símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, los católicos
creemos, que «el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado» están
real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la omnipotencia de
Dios.
El Cristo Eucarístico se
identifica con el Cristo de la historia y el de la eternidad. No hay dos
Cristos sino uno solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de
la montaña, al Cristo de la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob
con la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de
entre los muertos y sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que
posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en
el cielo: ¡una sola Iglesia, un solo Cristo! Esta maravillosa presencia de
Cristo en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada
que envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en
Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros.
En cada ciudad, en cada pueblo,
en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el
sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento
del Altar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario