Desde el inicio, como emerge en
el Nuevo Testamento y en las Cartas de los Apóstoles, una nueva esperanza
distingue a los cristianos de cuantos vivían la religiosidad pagana.
Escribiendo a los Efesios, san Pablo les recuerda que, antes de abrazar la fe en
Cristo, ellos estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (2,12). Esta
expresión parece más que nunca actual para el paganismo de nuestros días:
podemos relacionarla en particular con el nihilismo contemporáneo, que corroe
la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y
a su alrededor reina la nada: nada antes del nacimiento, nada después la
muerte. En realidad, si falta Dios, desaparece la esperanza. Todo pierde
«densidad». Es como si faltase la dimensión de la profundidad y todo se
aplanase, privado de su relieve simbólico, de su «relieve» respecto a la mera
materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo
que denominamos «más allá»: no es un lugar donde terminaremos después de la
muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de la vida a la cual todo ser
humano tiende. A esta aspiración del hombre, Dios ha respondido en Cristo con
el don de la esperanza.
El hombre es la única criatura
libre para decir sí o no a la eternidad, es decir, a Dios. El ser humano puede
apagar en sí mismo la esperanza eliminando Dios de la propia vida. ¿Cómo puede
ocurrir esto? ¿Cómo puede suceder que la criatura «hecha por Dios», íntimamente
orientada a Él, la más cercana a lo Eterno, pueda privarse de esta riqueza?
Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su
verdadero rostro, y por esto no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde
peregrino en búsqueda de acogida.
He aquí por qué el Señor concede
un nuevo tiempo a la humanidad: ¡para que todos puedan llegar a conocerlo! Es
este también el sentido de un nuevo año litúrgico que inicia: es un don de
Dios, el cual quiere nuevamente revelarse en el misterio de Cristo, mediante la
Palabra y los Sacramentos. Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y
salvar a los hombres de hoy. Y lo hace yendo a su encuentro, para «buscar y
salvar lo que se había perdido» (Lc 19,10). En esta perspectiva, la celebración
del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa siempre nueva
de Dios Esposo, «que es, que era y que va a venir» (Ap 1,8). A la humanidad que
ya no tiene tiempo para Él, Dios ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para
volver a entrar en si misma, para volver a encaminarse, para reencontrar el
sentido de la esperanza.
He aquí entonces el sorprendente
descubrimiento: ¡la esperanza mía y nuestra, está precedida por la espera que
Dios cultiva con respecto a nosotros! Sí, Dios nos ama y justamente por esto
espera que regresemos a Él, que abramos el corazón a su amor, que pongamos
nuestra mano en la suya y que recordemos que somos sus hijos. Esta espera de
Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos alcanza
siempre en primer lugar (cfr 1 Jn 4,10). En este sentido la esperanza cristiana
viene llamada «teologal»: Dios es la fuente el apoyo y el fin. ¡Qué gran
consuelo en este misterio! Mi Creador ha puesto en mí espíritu, un reflejo de
su deseo de vida para todos. Todo hombre está llamado a esperar,
correspondiendo a la expectativa que Dios tiene sobre él. Por lo demás, la
experiencia nos demuestra que es precisamente así. ¿Qué, sino la confianza que
Dios tiene en el hombre, es lo que lleva adelante al mundo? Es una confianza
que tiene su reflejo en los corazones de los pequeños, de los humildes, cuando
a través de las dificultades y las fatigas se comprometen cada día a dar lo
mejor de si mismos, a hacer ese poco de bien que para los ojos de Dios es
tanto: en familia, en el puesto de trabajo, en la escuela, en los diferentes
ámbitos de la sociedad. En el corazón del hombre está escrita de forma
imborrable la esperanza, porque Dios, nuestro Padre es vida, y para la vida eterna
y beata estamos hechos.
Cada niño que nace es signo de la
confianza de Dios en el hombre y es la confirmación, al menos implícita, de la
esperanza que el hombre nutre en un futuro abierto sobre el eterno Dios. A esta
esperanza del hombre, Dios ha respondido naciendo, en el tiempo, como pequeño
ser humano. Ha escrito san Agustín: «habríamos podido creer que tu Palabra esta
lejos del contacto del hombre y desesperar de nosotros, si esta Palabra no se
hubiera hecho carne y no hubiese vivido entre nosotros» (Conf.X, 43, 69, cit.
in Spe salvi, 29). Dejémonos entonces
guiar por Aquella que ha llevado en el corazón y en el seno el Verbo encarnado.
Oh María, Virgen de la espera y Madre de la esperanza, reaviva en toda la
Iglesia el espíritu del Adviento, para que toda la humanidad se vuelva a poner
en camino hacia Belén, de donde ha venido, y de nuevo vendrá a visitarnos el
Sol que surge de lo alto (cfr Lc 1,78), Cristo nuestro Dios. Amén
Extracto de una Homilía de Benedicto XVI sobre
el Adviento
VOZ DEL PASTOR: ADVIENTO, VIENE EL SEÑOR (Carta de Don Demetrio de inicio de Adviento)